7 de febrero de 2013

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Estoy perdida, no veo un futuro. "Cosas de la edad", dicen algunos. "Cosas de esta época" dicen otros. Pero yo sigo perdida mientras veo que el resto de la gente tiene un lugar en el mundo. Sí, esos hijos de puta que te hacen preguntas que te duelen, porque la respuesta duele y tú no puedes soltarla por miedo a que les duela a los demás.


-¿Cómo va el instituto? 
-Odio el instituto, lo que se supone que me están enseñando, los profesores sin ganas y los compañeros que solo piensan en irse a la discoteca el sábado.


-¿Qué proyectos tienes? 
-Ninguno, no tengo ni puta idea de qué hacer con mi vida, no hay nada que me motive lo suficiente como para luchar por ello.


-¿Cómo te va con el novio? 
-Mira, gilipollas, sabes perfectamente que no tengo novio, así que no sé por qué me lo preguntas. Ni lo tengo ahora ni lo tendré en un futuro próximo porque estoy rota por dentro y aún estoy curándome.

Y me molesta no poder expresarlo, ya sea por miedo a cómo pueda afectar eso en los demás (es lo que más suele darse) o porque no sepa explicar cómo me siento. Estoy deprimida, sí, pero ¿por qué?

En una ocasión en la que no lograba aclarar mis sentimientos, alguien me dijo: "No sabes lo que es porque no te has encontrado con ello nunca. Con el tiempo, con la experiencia, lo sentirás más a menudo y entonces sabrás darle un nombre."

Pero hay cosas que no deberían tener nombre, ¿para qué? Según Wittgenstein, tenemos que asumir que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo, pero hay cosas que no deberían ser descritas ni con el lenguaje. Cosas devastadoras como darse cuenta que la persona a la que amas ya no te quiere como antes o cosas maravillosas, como provocarle un orgasmo a alguien.

Las cosas por las que vivimos, las que nos hacen sentir que estamos vivos y las que nos hacen ser como somos. Esas cosas no necesitan un nombre porque sería inutil, ya que son las únicas que hay que vivir para llegar a comprenderlas.