Me exalté
al notar movimiento, luz y aire nuevo. Había permanecido mucho tiempo encerrado
junto a mis compañeros, que se mostraban igual de silenciosos que yo, y ahora
parecía que por fin íbamos a salir. Hacía bastante tiempo, tanto que esos
recuerdos habían pasado a parecer más ajenos que propios, vivía en un bosque,
hasta que un día vinieron hombres con máquinas horribles. Cortaron cruelmente y
sin ningún tipo de compasión las raíces que me ataban al sitio en el que había
crecido y vivido durante tanto tiempo que ni lo recordaba y me llevaron a un sitio
horrible, en el que, tras un doloroso y humillante proceso de transformación,
me convirtieron en lo que soy ahora y me encerraron en este lugar con otros
como yo. Noté cómo los compañeros que estaban debajo de mí se movían tirados
por algo y caímos un grupo al suelo. La sensación de volar, de flotar en el
aire mientras me precipitaba ligeramente y con gracia hacia abajo, se me antojó
mágica después de haber permanecido tanto tiempo encerrado. Una mano revoloteó
sobre nosotros y escogió uno al azar, sin ni siquiera mirarnos. La joven que
nos había sacado de esa prisión accidentalmente, me llevó con ella y me colocó
encima de un escritorio.
Apoyó un
bolígrafo sobre mí y lo deslizó con suavidad para escribir con letras grandes
al principio de la página “El Reciclaje”. Era agradable sentir la tinta
recorrer la superficie lisa, interrumpiéndose a cada trazo. Escribió algunas
palabras sueltas, ideas sin conexión entre sí y se detuvo. La chica empezó a
tamborilear en la mesa con los dedos, con aire pensativo, mirándome con un poco
de desprecio. Acto seguido, me cogió entre sus manos y empezó a doblar mis
puntas con expresión ausente, torturándome, retorciéndome entre sus dedos sin
alterar el gesto. Pronto paró, pero me dejó arrugado como un pergamino,
desplegándome lentamente, intentando regresar a mi inmaculada forma original
sin éxito alguno.
De
pronto, los ojos de la chica se iluminaron como si la ilustrativa bombilla que
suele representar la aparición de una idea se hubiera encendido en su mente.
Alcanzó un estuche al borde de la explosión por aforo máximo de productos de
papelería y lo abrió, desparramando un arco iris sobre el escritorio. Con un
rotulador oscuro y grueso me dividió en diversas viñetas, vacíos espacios en
blanco y se sumió en el diseño de figuras creadas con torpes trazos. Se
equivocaba frecuentemente, pero no me disgustaban las cosquillas que me
producía la goma frotándose contra mí ni los soplidos y caricias suaves de la
chica que me quitaban las virutas restantes. Después de un corto lapso de
tiempo me había convertido en la página de un cómic algo arrugado. En mis
viñetas aparecían burdos dibujos de contenedores de reciclaje con atributos
humanos como boca, ojos o brazos. Cada uno estaba caracterizado de una manera:
el contenedor rojo interpretaba el personaje de “chico malo” porque a él iban
los productos más perjudiciales (pilas, insecticidas, teléfonos, aceite,
jeringas…); el de vidrio era fácilmente identificable como un alcohólico por
las abundantes botellas a su alrededor y su mirada perdida; el de material
orgánico era repudiado por su fuerte y desagradable olor y el azul, al que
esperaba llegar yo algún día, agradecía que muchas revistas, como la
Súper Pop , ahora se
publicaran de manera exclusivamente virtual, ya que así no tenía que
tragárselas (literalmente).
Me sentía
bastante satisfecho por haberme convertido en algo así, después de mucho tiempo
empezaba a considerarme útil e único. Lamentablemente, eso no duró demasiado.
La chica murmuró:
-
No sé cómo presentar esto sin que parezca escrito
por un niño de diez años…
Acto
seguido, me cogió entre sus manos y, ante mi espanto, me convirtió en una bola
arrugada presionando sus palmas entre sí, para luego lanzarme al otro lado de
la habitación intentando hacer canasta en un pequeño cubo. Por desgracia, la
joven no contaba con buena puntería, así que me golpeé contra el borde y caí en
el suelo al tiempo que lo hacía en el olvido, quedándome en una situación
parecida a la que había estado viviendo el último período de mi existencia, a
diferencia de que ahora estaba totalmente solo y deformado.
Pasé bastante tiempo allí, observando con una
mezcla de horror y asombro cómo unas láminas eran terriblemente torturadas,
como había sido mi caso o incluso algunos peores, y cómo otras eran tratadas de
forma cuidadosa y delicada, a pesar de que procedían todas del mismo paquete
del que había salido yo. Después de un lapso que me pareció interminable
alguien me volvió a coger, esta vez para volverme a introducir en una bolsa con
más papeles y cartones. Conjeturé que fui trasladado, pero no lo confirmé hasta
que volvieron a abrir la bolsa en la que había estado encerrado.
Inesperadamente, fui arrojado junto con el resto del contenido de la bolsa a un
contenedor azul como el que yo mismo tenía dibujado y aterricé sobre los demás
papeles y cartones.
Permanecí durante una noche más allí y me
volvieron a arrojar a un camión, que me llevó a la planta de reciclaje. Por un
instante, me invadió un miedo atroz al pensar en el proceso de reciclaje: la
plastificación en la que me añadirían disolventes químicos para separar mis
fibras; la criba en la que retirarían de mí todo lo que no fuera papel; la centrifugación
en la que me separarían dependiendo de la densidad de mis componentes; la
flotación en la que me añadirían burbujas de aire para eliminar la tinta, es
decir, los dibujos y palabras que me hacían único; el lavado que retiraría las
pequeñas partículas intrusas que pudieran quedar y, por último, el blanqueamiento
en el que me tendrían que bañar con más componentes químicos de nombre
aterrador.
Sentí una desolación absoluta, hasta que caí en
la cuenta de algo: ¿qué pasaría si no era reciclado? Todo ese escalofriante y
macabro proceso era para convertirme en un nuevo papel, pero ¿qué pasaría con
las hojas que no fueran recicladas? En mi caso, hubiera sido el borrador
arrugado y sucio que era ahora hasta que me hubiera deshecho hasta desaparecer
totalmente.
Y en cambio, un mundo de posibilidades se abría
ante mí. Podría convertirme en una página de un libro, del libro preferido de
alguien, que releería miles de veces y que olería con cariño. Tal vez pasara a
ser una página de un periódico que informara a la gente o un sobre que viajara
para llevar noticias, en este caso más personales. Incluso podía transformarme
en una caja de cartón para guardar cualquier objeto o un contrato de trabajo
que ayudara a una familia. Información, imaginación, comunicación, sueños,
alegría, tristeza, el bienestar de sentirse útil. Era como la reencarnación, y
siempre y cuando me volvieran a reciclar, tendría vidas infinitas. Es más, no
le quitaría la vida a otro árbol. Ahorraría agua, aceite, energía, no
contaminaría.
En ese momento caí en la cuenta de que estaba a
punto de ser introducido en el túnel que
me conduciría hasta la primera etapa de mi transformación, mi purificación. Afronté,
no sin esfuerzo, el comienzo de una nueva vida. Si es que los papeles pueden
tener vida.