8 de noviembre de 2012

Papel

Antes que nada, quiero decir que me siento especialmente orgullosa de este texto. No porque de verdad crea que es bueno, ni porque haya invertido un gran trabajo en ello, sino porque, por alguna extraña razón, a los miembros del Consejo Valenciano de Cultura les gustó. Tenían más de 700 relatos entre los que escoger y decidieron darle el segundo premio a lo que yo había escrito. Incluso me avergüenza admitir que lo hice a las 2 de la madrugada para entregárselo el día siguiente a mi profesora de lengua, que prácticamente me obligó a presentarlo al concurso  En fin, a lo que iba. Ya que esto lo ha leído prácticamente todo el mundo, creo que vosotros, los que me leéis de normal, también tenéis derecho a hacerlo.

Me exalté al notar movimiento, luz y aire nuevo. Había permanecido mucho tiempo encerrado junto a mis compañeros, que se mostraban igual de silenciosos que yo, y ahora parecía que por fin íbamos a salir. Hacía bastante tiempo, tanto que esos recuerdos habían pasado a parecer más ajenos que propios, vivía en un bosque, hasta que un día vinieron hombres con máquinas horribles. Cortaron cruelmente y sin ningún tipo de compasión las raíces que me ataban al sitio en el que había crecido y vivido durante tanto tiempo que ni lo recordaba y me llevaron a un sitio horrible, en el que, tras un doloroso y humillante proceso de transformación, me convirtieron en lo que soy ahora y me encerraron en este lugar con otros como yo. Noté cómo los compañeros que estaban debajo de mí se movían tirados por algo y caímos un grupo al suelo. La sensación de volar, de flotar en el aire mientras me precipitaba ligeramente y con gracia hacia abajo, se me antojó mágica después de haber permanecido tanto tiempo encerrado. Una mano revoloteó sobre nosotros y escogió uno al azar, sin ni siquiera mirarnos. La joven que nos había sacado de esa prisión accidentalmente, me llevó con ella y me colocó encima de un escritorio.
Apoyó un bolígrafo sobre mí y lo deslizó con suavidad para escribir con letras grandes al principio de la página “El Reciclaje”. Era agradable sentir la tinta recorrer la superficie lisa, interrumpiéndose a cada trazo. Escribió algunas palabras sueltas, ideas sin conexión entre sí y se detuvo. La chica empezó a tamborilear en la mesa con los dedos, con aire pensativo, mirándome con un poco de desprecio. Acto seguido, me cogió entre sus manos y empezó a doblar mis puntas con expresión ausente, torturándome, retorciéndome entre sus dedos sin alterar el gesto. Pronto paró, pero me dejó arrugado como un pergamino, desplegándome lentamente, intentando regresar a mi inmaculada forma original sin éxito alguno.
De pronto, los ojos de la chica se iluminaron como si la ilustrativa bombilla que suele representar la aparición de una idea se hubiera encendido en su mente. Alcanzó un estuche al borde de la explosión por aforo máximo de productos de papelería y lo abrió, desparramando un arco iris sobre el escritorio. Con un rotulador oscuro y grueso me dividió en diversas viñetas, vacíos espacios en blanco y se sumió en el diseño de figuras creadas con torpes trazos. Se equivocaba frecuentemente, pero no me disgustaban las cosquillas que me producía la goma frotándose contra mí ni los soplidos y caricias suaves de la chica que me quitaban las virutas restantes. Después de un corto lapso de tiempo me había convertido en la página de un cómic algo arrugado. En mis viñetas aparecían burdos dibujos de contenedores de reciclaje con atributos humanos como boca, ojos o brazos. Cada uno estaba caracterizado de una manera: el contenedor rojo interpretaba el personaje de “chico malo” porque a él iban los productos más perjudiciales (pilas, insecticidas, teléfonos, aceite, jeringas…); el de vidrio era fácilmente identificable como un alcohólico por las abundantes botellas a su alrededor y su mirada perdida; el de material orgánico era repudiado por su fuerte y desagradable olor y el azul, al que esperaba llegar yo algún día, agradecía que muchas revistas, como la Súper Pop, ahora se publicaran de manera exclusivamente virtual, ya que así no tenía que tragárselas (literalmente).
Me sentía bastante satisfecho por haberme convertido en algo así, después de mucho tiempo empezaba a considerarme útil e único. Lamentablemente, eso no duró demasiado. La chica murmuró:
-       No sé cómo presentar esto sin que parezca escrito por un niño de diez años…
Acto seguido, me cogió entre sus manos y, ante mi espanto, me convirtió en una bola arrugada presionando sus palmas entre sí, para luego lanzarme al otro lado de la habitación intentando hacer canasta en un pequeño cubo. Por desgracia, la joven no contaba con buena puntería, así que me golpeé contra el borde y caí en el suelo al tiempo que lo hacía en el olvido, quedándome en una situación parecida a la que había estado viviendo el último período de mi existencia, a diferencia de que ahora estaba totalmente solo y deformado.
Pasé bastante tiempo allí, observando con una mezcla de horror y asombro cómo unas láminas eran terriblemente torturadas, como había sido mi caso o incluso algunos peores, y cómo otras eran tratadas de forma cuidadosa y delicada, a pesar de que procedían todas del mismo paquete del que había salido yo. Después de un lapso que me pareció interminable alguien me volvió a coger, esta vez para volverme a introducir en una bolsa con más papeles y cartones. Conjeturé que fui trasladado, pero no lo confirmé hasta que volvieron a abrir la bolsa en la que había estado encerrado. Inesperadamente, fui arrojado junto con el resto del contenido de la bolsa a un contenedor azul como el que yo mismo tenía dibujado y aterricé sobre los demás papeles y cartones.

Permanecí durante una noche más allí y me volvieron a arrojar a un camión, que me llevó a la planta de reciclaje. Por un instante, me invadió un miedo atroz al pensar en el proceso de reciclaje: la plastificación en la que me añadirían disolventes químicos para separar mis fibras; la criba en la que retirarían de mí todo lo que no fuera papel; la centrifugación en la que me separarían dependiendo de la densidad de mis componentes; la flotación en la que me añadirían burbujas de aire para eliminar la tinta, es decir, los dibujos y palabras que me hacían único; el lavado que retiraría las pequeñas partículas intrusas que pudieran quedar y, por último, el blanqueamiento en el que me tendrían que bañar con más componentes químicos de nombre aterrador.

Sentí una desolación absoluta, hasta que caí en la cuenta de algo: ¿qué pasaría si no era reciclado? Todo ese escalofriante y macabro proceso era para convertirme en un nuevo papel, pero ¿qué pasaría con las hojas que no fueran recicladas? En mi caso, hubiera sido el borrador arrugado y sucio que era ahora hasta que me hubiera deshecho hasta desaparecer totalmente.

Y en cambio, un mundo de posibilidades se abría ante mí. Podría convertirme en una página de un libro, del libro preferido de alguien, que releería miles de veces y que olería con cariño. Tal vez pasara a ser una página de un periódico que informara a la gente o un sobre que viajara para llevar noticias, en este caso más personales. Incluso podía transformarme en una caja de cartón para guardar cualquier objeto o un contrato de trabajo que ayudara a una familia. Información, imaginación, comunicación, sueños, alegría, tristeza, el bienestar de sentirse útil. Era como la reencarnación, y siempre y cuando me volvieran a reciclar, tendría vidas infinitas. Es más, no le quitaría la vida a otro árbol. Ahorraría agua, aceite, energía, no contaminaría.

En ese momento caí en la cuenta de que estaba a punto de ser introducido en el  túnel que me conduciría hasta la primera etapa de mi transformación, mi purificación. Afronté, no sin esfuerzo, el comienzo de una nueva vida. Si es que los papeles pueden tener vida.